Publicado en La Huella Digital el 23/01/2016
Son las siete de la tarde, aún queda una hora para que comience el monólogo pero la pequeña sala de La Mala Mujer en el madrileño barrio de Lavapiés, está casi llena, no quedan ya sillas libres y la gente continúa llegando en un goteo incesante. Algunas se va colocando de pie, por las esquinas, otros aprovechan para pedir algo en la barra o se acomodan sobre algún cojín en los escasos huecos que quedan en el suelo. Tan solo una semana y poco antes en CSOA La Morada, en Chamberí, la sala se llenó hasta los topes y hace un par de meses ocurrió lo mismo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense. Parece algo ya habitual: allá donde va Pamela, el sitio se llena.
A priori quizás la idea sorprende un poco y a más de uno se le quiten las ganas: un monólogo sobre violencia machista. Monólogo, humor, violencia machista. Parecen palabras que no pueden ir juntas en la misma frase, ¿no?
Entonces entra Pamela, se pone frente a su auditorio y el murmullo de voces se apaga. Silencio sepulcral. Lleva puesta una camiseta negra sobre la que hay escrita una frase: No solo duelen los golpes. Y comienza a hablar, a pelo, sin micrófono, con un acento que suponemos del sur —de Jaén nos enteramos posteriormente— mezclado con tintes salvadoreños. Y comienza a hablar de princesas que esperan en su castillo a su príncipe, de princesas que esperan a que su príncipe llegue y las salve, de princesas que se van y lo dejan todo por amor: a sus amigas, a su familia, incluso a ellas mismas, para irse lejos, a otro reino.

Esa princesa es Pamela. Esa princesa es la chica que está sentada en la primera fila, la de la tercera con un botellín entre las manos, y la que se quedó en casa mirando el teléfono y no vino a ver el monólogo porque esperaba una llamada de su novio. Esa princesa somos todas o casi todas las mujeres que nos enamoramos alguna vez y creímos que por amor se da todo, que por amor todo vale, que quien bien te quiere te hará llorar, que si siente celos es que te quiere más, que si me pongo una falda muy corta es normal que se enfade.
Cuando nacemos –nos cuenta-, dependiendo de nuestros genitales somos colocados en uno u otro nivel. Si eres hombre te sitúan en un nivel superior, y en este tienes derecho a disfrutar de una serie de privilegios: tienes libertad para ser, para hablar, para hacer, para caminar por la calle a la hora que sea, para tener sexo con quien sea y con cuantas sean. A cambio no puedes llorar, ni mostrar debilidad, ni hablar de tus sentimientos. Perteneces al sexo fuerte. Por el contario, si naciste mujer… estás unos cuantos escalones más abajo. En este escalón sí se te permite llorar y tu misión es esperar, esperar a tu príncipe, a que llegue, a que te haga caso, a que te llame, a que cambie… y darlo todo por él, hasta tu ser. Perteneces al sexo débil. A esas niñas se les dice desde pequeñitas que su misión en la vida es entregarse por amor: lo dicen las películas de príncipes y princesas Disney, las de Vampiros, las de multimillonarios sadomasoquistas…
Pero, ¿qué tiene esto que ver con violencia de género? ¿Dónde están los golpes, la sangre, los moratones? Puede que se pregunte alguien: ¿Dónde están los gritos, los tortazos, los arañazos?

Cuando escuchamos la expresión “violencia de género” o “violencia machista” nos vienen a la mente las cifras de mujeres que son asesinadas cada año, esas que aparecen durante algunos segundos en el telediario del medio día, en el intervalo de tiempo que pasa entre que cortamos el filete y lo llevamos a la boca. Esas en las que algún vecino aleatorio habla sobre lo buena gente que parecía el presunto asesino y maltratador o la buena pareja que hacían. Esas en las que nos dicen que a veces discutían, como si ese asesinato fuera tan solo el resultado de una pelea que acabó mal. Esas en las que mientras suena la voz del locutor, nos muestran en pantalla el número del 016 al que las mujeres debemos acudir si queremos que no nos maten. Pero, ¿qué ocurre antes? ¿Qué ocurre en los meses o años que pasan desde que se comienza una relación hasta que acaba en la sección de sucesos de algún periódico? ¿Por qué esa mujer no se fue antes? ¿Habrá hecho algo para merecerlo?
“Es la persona que dice que me ama, ¿cómo voy a desconfiar de él?”, se pregunta Pamela. ¿Cómo?, nos preguntamos el resto. ¿Cómo desconfías de la persona que dice amarte? ¿Cómo desconfías cuando te dice que tus amigas no te convienen? ¿Que no vales para hacer esta u otra cosa? ¿Que la ropa que te has puesto te hace parecer una zorra? ¿Cómo desconfías cuando te han dicho que sus celos significan amor? ¿Que si te controla es que te quiere?
Pamela describe lo que se podría denominar “el círculo de la relación tóxica”:
estamos bien
⇓
discutimos y todo va mal
⇓
me pide perdón
⇓
volvemos a estar genial
Pasado un intervalo de tiempo mayor o menor, dependiendo del caso, se repite el mismo recorrido. “Hay un montón de cosas que son imperdonables, pero hay muchos mensajes de esta cultura patriarcal-capitalista que te dicen que tienes que perdonar. Y una mierda. Hay un montón de cosas que no se pueden perdonar. Y aquí debería acabar el monólogo, pero aquí empezó mi historia. Mi historia empezó cuando al día siguiente de pelearnos me pidió perdón y todo fue como antes”.
La princesa, después de discutir con su príncipe, espera que éste le pida perdón, porque espera —una vez más— que por ella cambiará y volverán a estar bien. La princesa se siente mal pero no quiere perderle. Cuando discuten, muchas veces, él se queda callado, no la responde, y ella pierde los nervios y le grita y luego se siente muy culpable. Quizás todo ha sido culpa de ella, no debió ponerse aquella falda, no debió hablar con aquel chico, no debió levantar la voz, no debió gritarle, no debió… “Este círculo se acabó convirtiendo en una telaraña en la que me enredaron él y su forma de amarme, haciéndome creer que la culpa la tenía yo, y que la que maltrataba era yo”.
Aparentemente No solo duelen los golpes es la historia de una mujer: Pamela Palenciano. Esa mujer que ahora se pone frente a todas nosotras para contarnos, en clave de humor, los años infernales que vivió con su ex Antonio, esos años en los que ella, una adolescente, con sus amigas y amigos, con sus aficiones e ilusiones, dejaba poquito a poco de ser quien era, para pasar a ser “la novia de”. Todo ello casi sin darse cuenta. Sin embargo, no es solo la historia de Pamela y pareciera que con el paso del tiempo, a base de repetirla, esa misma historia hubiera cobrado vida propia, colándose dentro de todas las que escuchamos: todas nos sentimos Pamela y todas tuvimos nuestro Antonio.

Durante las dos horas que Pamela escenifica y relata su historia se genera un ambiente muy especial en la sala, una energía que parece fluir. Cuando acaba rompen los aplausos y vítores y varias chicas, algunas entre lágrimas, se animan a compartir sus propias historias o las de algún familiar o amiga que está pasando por algo parecido. Una de ellas cuenta cómo escuchar el monólogo le abrió los ojos para darse cuenta de que la relación que estaba llevando no era sana. Durante unos minutos el tiempo se para y todas nos sentimos parte de algo. Que tantas hayamos vivido historias parecidas, en las que solo cambian los nombres de los protagonistas, no puede ser simple casualidad.
Existen muchas formas de amar, muchas y diversas formas de ser hombre y mujer, masculinidades y feminidades no normativas en las que él no tiene que hacerse el fuerte para pasar por hombre y ellas no tienen que dejar toda su vida de lado para entregarse por amor. La educación o mejor dicho la no-educación que reciben niñas y niños en materia emocional sigue reproduciendo ese modelo que les dice a los niños que no pueden llorar —porque de lo contrario serás un nenaza y/o maricón, es decir parecido a una mujer, ¿y qué hay peor que ser como una mujer?— y a ellas que deben estar guapas y listas para cuando su príncipe llegue. Que sentir celos es amar. Que mi pareja es mía y por lo tanto puedo controlarle el móvil y pedirle su contraseña de Facebook. Ese modelo es el que sienta las bases de una relación tóxica y destructiva, de pérdida de identidad y de autoestima, que tiempo después puede acabar apareciendo en el telediario de las 15:00.
El monólogo no siempre es bien recibido, en muchos institutos Pamela se enfrenta a miradas de desaprobación, no solo de algunos chavales sino también de profesoras y profesores. Poner patas arriba el sistema, atacar a lo más íntimo, a esa construcción tan bien montada es un acto político y revolucionario. Pamela admite que reproducir una y otra vez esta historia no ha sido fácil, pero las caras del público, las historias de aquellas mujeres que se acercan después para decirle lo que ha significado escucharla, que gracias a ella lograron salir de una relación tóxica o ayudar a una amiga que estaba pasando por lo mismo, hacen que merezca la pena seguir haciéndolo. Es su particular y extraordinaria forma de denuncia. “El amor de verdad no duele, el amor te hace crecer, te suma, no te resta. Cuando dos corazones están cerca el lenguaje que ocupan es el susurro. Y cuando están lejos se gritan porque no se escuchan. Hoy, nuestros corazones se han susurrado”.