Nadar

Lunes – 20/04/2020

Los últimos veranos he nadado mucho. Hace dos me bañé en el mediterráneo, en Sicilia y en Málaga, y en el cantábrico vasco. Y el pasado lo hice también en el mediterráneo, pero esta vez en Alicante y Eivissa, y en el atlántico, en Coruña. El mismo mar puede tener caras y significados completamente diferentes. Además nadé en la piscina, en una del barrio que está cerca de casa. Lo hice durante las semanas del mes de agosto que pasé en Madrid. Siempre me ha parecido que Madrid adquiere cierto aire melancólico en agosto y yo me sentía exactamente de la misma forma, así que nos compenetramos bien. En esas mañanas calurosas y algo tristes encontré cierta paz en la rutina piscinera. Me levantaba temprano, me echaba crema, preparaba algo de almuerzo y me iba dando un paseo hasta la piscina, donde me quedaba hasta la hora de comer. La verdad es que nadar nunca me ha gustado mucho, pero sí bucear. De niña imaginaba que era una sirena y ahora no imagino nada, simplemente me sumerjo y muevo bajo el agua hasta que siento la urgencia por respirar de nuevo. Así una y otra vez. Si el cuerpo parece pesar menos en el agua, los pensamientos también, como si al sumergirte éstos flotaran hasta la parte superior de la coronilla y quedaran ahí suspendidos durante un rato, el suficiente para darte un poco de cuartelillo hasta el momento de salir del agua, cuando, atraídos por la gravedad, caen de nuevo sobre una con todo su peso. Algo así me pasó una mañana de playa con A. y M. en Eivissa. Ellas estaban en la toalla y yo estaba en el agua. Teníamos que marcharnos pronto para recoger a otra amiga y yo salía a cada rato para preguntarles cuánto tiempo quedaba, igual que haría una niña con sus padres. Cada vez que me decían «aún hay tiempo» volvía corriendo al agua, buceaba un rato y luego me quedaba flotando, mirando al cielo y dejando que mis pensamientos hicieran lo mismo. Hoy anhelo esa la sensación de ligereza y también anhelo el movimiento: el movimiento del coche por la carretera, el movimiento de las pisadas por la arena, el movimiento al correr de la toalla al agua, el movimiento del cuerpo contra las olas. Y anhelo, claro, lo que vino después, cuando nos subimos al coche todas juntas, llegamos a casa, cogimos algo de beber y nos sentamos a charlar, cara a cara y bien cerquita. Uno de esos ratos que parecen no exigir nada y en los que todo parece sumamente trivial.

Más de Una ventana propia para el fin del mundo

Eivissa 08/19

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