Viernes – 24/04/20
Hay un poema de Gloria Fuertes que se titula «Cosas que me gustan», y dice así:
Cosas que me gustan:
Me gusta,
divertir a la gente haciéndola pensar.
Desayunar un poco de harina de amapola,
irme sola y lejos a buscar hormigueros,
santiguarme si pasa un mendigo cantando,
ir por agua,
cazar cínifes,
escribir a mi rey a la luz de la una,
a la luz de las dos,
meterme en mi pijama
a la luz de las tres,
caer como dormida
y soñar que soy algo
que casi, casi vuela.
Lo que más me gusta del poema es que no recoge nada aparentemente trascendente, sino que se refiere a pequeñas tarea del día a día, detalles diarios que probablemente pasarías por alto al elaborar un listado de «cosas que me gusta hacer». Cuando lo leí por primera vez intenté hacer el ejercicio de pensar en aquellas cosas que me gusta a hacer cuando estoy sola, esas que haces solo para ti y que a menudo están tan integradas en tus rutinas que ni siquiera eres consciente de que te gustan:
«Y pienso que me gusta beber café y poner la taza pegada al pecho, perderme por callejuelas y salir en sitios inesperados, conectar lugares que estaban desconectados, sentarme un ratito al sol en los días de invierno como hoy, en los que hay quietud y casi ni se escucha el rumor de los coches y las gentes, andar a la pata coja, andar como en equilibrio por los bordillos, caminar la casa a oscuras escuchando música y moverme con lo que suene, sentarme en algún escalón a escribir en la libreta, caminar descalza de la habitación a la cocina, hablarle al árbol frente a la ventana, juntar mi nariz con la del gato, correr de repente muy deprisa, detenerme en seco y mirar al cielo, respirar profundo y pensar: qué bien está la vida así».
El recuerdo del poema y de la recopilación que hice más adelante me llegan por la imagen de la cafetera en la cocina. La veo desde la habitación contigua mientras preparo el escritorio para trabajar y me evoca la calma de una mañana que está a punto de estallar. Recuerdo de nuevo a Antonietta, la protagonista de Una giornata particolare. La película empieza justo en ese momento de la mañana en el que todo es silencio, antes de que su marido e hijos despierten y empiece el barullo de la cotidianidad.
Puede que en los momentos de crisis esos sean los únicos detalles que anhelamos de verdad: los que están tan integrados en el día a día que ni siquiera reparamos en ellos, pero que son, en definitiva, los que nos configuran y dicen quiénes somos realmente.
Más de Una ventana propia para el fin del mundo
