No tengo ni idea

Martes – 5/05/20

No tengo ni idea. De nada. En absoluto. Si dijera que a pesar de ello me siento en paz, estaría mintiendo. Me siento jodidamente incómoda la mayor parte del tiempo. Hace años siempre vivía con la palabra «crisis» en la boca. Decía continuamente «estoy en crisis», tanto que algunas personas de mi alrededor llegaron a decirme que les avisara «cuando no lo estuviera». Luego creo que dejé de estar en crisis o simplemente me hice a la idea de que siempre lo estaría. No lo tengo claro.

Esta semana leo el libro ‘El vientre vacío’ de Noemí López Trujillo y su lectura me engancha y me sacude. Es un relato durísimo de la las ilusiones rotas de mi generación y de la anterior a la mía. Ella describe lo que quizás sea ya parte de nuestro carácter, cierta noción interiorizada de que todo es de usar y tirar, de que todo acaba y total pa qué si luego vendrá otra cosa: nunca sabes cuánto va a durar un trabajo y tampoco el alquiler del piso, la comida viene plastificada en dosis de un solo uso y los días transcurren en una sucesión de tareas que terminan en la nada. Trujillo habla de la infantilización a la que nos somete el sistema, romantizándolo bajo términos como «adolestreinta», «coliving», o «minijobs». Todo significa en realidad lo mismo: precariedad.

En el libro describe su vida viviendo en un mini piso del centro de Madrid que se lleva gran parte de su sueldo. Describe la falta de autoestima cuando encadenas trabajos precarios tras trabajos precarios. Describe el nudo en el estómago cuando en la frontera de su 30 cumpleaños se descubre a sí misma frente a un puñado de sueños y expectativas hechas añicos. Entre ellos, y el que más le pesa, el deseo de una maternidad que no sabe si podrá realizarse, con el telón de fondo de los cientos de anuncios de clínicas de congelación de óvulos y fecundación in vitro que la bombardean en redes sociales desde que se acerca a esa frontera temida para los cuerpos de las mujeres.

Y yo la leo desde esta cuarentena, mientras la oposición política rabiosa amenaza con tumbar el estado de alarma y echar por tierra el esfuerzo de estos meses y también a los miles de muertos y a sus familias. La leo desde esta cuarentena mientras veo a parte de mis vecinas y vecinos saltarse las recomendaciones porque ya es primavera. La leo desde esta cuarentena en la que me asaltan tantas dudas, en la que me asalta tanto miedo, en la que me asaltan tantos anhelos. En la que me asalta tanto de todo que no entiendo.

En el libro dice: “La incertidumbre de la crisis ha hecho tambalear nuestras certezas más primitivas, incluso aquellas que pensé que siempre se mantendrían”.

Y yo me pregunto: ¿Y con la crisis que viene ahora qué? ¿Qué va a pasar ahora?

No tengo ni idea. Y supongo que también tenemos derecho a no tenerla. A estar hartas. A estar cabreadas. A no querer continuar el juego. A plantarnos. A llorar un rato. A hacernos un ovillo. A comer chocolate con leche porque como decía Ana Requena Aguilar la semana pasada, «parece que incluso en tiempos de alarma la batalla la gana el malestar con nuestros cuerpos, el empeño social porque vigilemos nuestros kilos y nuestros culos».

Rescato otro fragmento del libro:

«’Si nunca lo intentas, nunca lo conseguirás’, leo en el escaparate de una tienda, de las que tienen tazas con frases inspiradoras. Intentar qué, me pregunto. Como si vivir tuviese que ser por obligación un ejercicio constante de asumir riesgos, de tener agallas. No es cobardía, es coger aliento. Frenar en seco sobre el asfalto, flexionar las rodillas, apoyar las manos sobre ellas, encorvarse, el pecho dolorido, el sabor metálico en la boca, que el aire entre».

Más de Una ventana propia para el fin del mundo

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