Sumando luchas: volviéndome (más) incómoda

Empecé a considerarme feminista hará unos tres años y desde entonces he hablado, leído, escrito, estudiado, investigado, discutido y trabajado sobre feminismo a diario. 365 días al año, 24 horas al día (sí 24, porque hasta he llegado a tener pesadillas). Una vez que tu cerebro hace «click» no hay marcha atrás.

El cambio se produce en ti, pero también en los que te rodean. A mi entorno inmediato mi transformación feminista le pilló por sorpresa y no a todo el mundo le sentó bien. Con el tiempo las aguas se calmaron: unas/os (los menos) se alegraron y crecieron conmigo, unas/os me escucharon e incluso se volvieron un poco más feministas, a otras/os les fue dando un poco igual con el paso del tiempo y otras/os se rindieron y siguieron a lo suyo dándome por perdida. En cualquier caso, a partir de ese momento ya no sería Laura, sino «Laura, la feminista», o «la feminista», a secas. Es un poco lo que pasa cuando tienes hijos, que dejas de ser X, para ser «X, la madre de». Como un segundo apellido. Lo que pasa es que en el caso del feminismo, ese apodo hace que para algunas personas lo que dices deje de tener valor (en vez de al contrario), porque «ya sabes, siempre está con lo mismo, sus cosas».

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Hace un par de meses viví otra transformación o «click» (como yo lo llamo) en mi cabeza. Nunca he sabido por qué nos atraviesan más unas causas que otras, supongo que tiene que ver con nuestras experiencias y recorridos vitales, que nos hacen estar más o menos predispuestos a sumarnos a una u otra causa. Sea como sea, parece que cuando empiezas a «ver» y volverte reivindicativa en un área de tu vida, es más fácil que llamen a tu puerta otras luchas y te sumes a ellas, porque al final todo está relacionado y la lucha feminista (como otras) es tranversal e interseccional.

Defino esos despertares como «clicks» porque personalmente los vivo como interruptores que se encienden en mi cabeza. De la noche a la mañana me siento distinta y empiezo a percatarme de cosas que no veía de forma consciente. Es como oír y escuchar. Antes las oía, ahora las escucho. Solo me ha pasado dos veces, la primera y más brutal fue hace tres años con el feminismo, la segunda está siendo la alimentación.

¿Te has vuelto vegetariana? ¿O vegana? No, solo intento ser crítica y consciente de lo que meto en mi nevera y le doy a mi cuerpo aunque eso, irremediablemente, pasa por reducir el consumo de carne y productos de origen animal por opciones más saludables y sostenibles.

El primer contacto con este cambio fue hace años con mi amiga Lara, y merece que la mencione con su nombre, porque gracias a ella y a la primera visita que hice a su casa en Ibiza conocí un mundo que no había visto nunca de cerca y empecé a cocinar por primera vez en mi vida. Siempre valoré dos cosas en ella: su opción vital estaba altamente fundamentada y estudiada y jamás nos juzgó a los demás por no llevar su estilo de vida.

Sin embargo, aunque gracias a ella comencé a leer y buscar recetas alternativas,  el «click» no se había producido. Lo hizo hace dos meses con un amigo en común, Manu (quién a su vez también había aprendido de ella). Hablando con él descubrí básicamente que además de la explotación animal insostenible e inmoral que potenciamos con nuestro estilo de vida, no sabemos comer, y tampoco interesa que sepamos. Estamos absorvidos por la industria alimentaria y llenamos nuestra dieta de productos procesados que creemos sanos (porque los departamentos de marketing son súper inteligentes) pero que no hacen más que atiborrarnos de nutrientes vacíos y azúcares a mansalva. Y como a mi las teorías conspiratorias y las técnicas que usan empresas y gobiernos para lavaranos el cerebro me apasionan especialmente, empecé a leer y descubrir.

Gracias a este despertar he aprendido, entre otras muchas cosas, a leer las etiquetas de los productos, a no fiarme de lo que pone en los envases de los alimentos, a buscar el pan integral (el de verdad, no el que lleva un 30% de harina integral), y el azúcar añadido y oculto bajo nombres desconocidos, a convertir el desayuno en una comida verdaderamente importante (sin cacao soluble, bollería industrial y cereales refinados), y a descubrir un amor olvidado por la cocina, aprendiendo recetas estupendas con frutas y verduras.

En titulares vemos el caso de la niña vegana con déficit de B12, pero no que la diabetes y problemas cardiovasculares son las enfermedades crónicas con mayor prevalencia en nuestras sociedades y que la alimentación, la nuestra, la de todas y todos, es la principal responsable. No basta con beberse un Danacol. Aunque para todas esas empresas es mucho más rentable que comas mal, tengas problemas de corazón y compres Danacol. Igual que es más rentable que odies tu cuerpo y compres cremas adelgazantes y antiarrugas.

Lo que también he descubierto con este nuevo «click» es que cada «click» te dota de mayor conocimiento y control sobre tu propia vida, pero te vuelve un ser algo odioso e incómodo para algunas personas, sobre todo si tienes afán divulgador y periodístico y no puedes mantener la boca cerrada. Tanto con el feminismo como con el tema alimentario, notas cómo la gente de tu alrededor a menudo se siente incómoda u ofendida.  La explicación es sencilla y la misma para ambos casos: las dos luchas atacan a pilares fundamentales de nuestra existencia, aquello que consideramos bueno y con lo que hemos crecido, nuestra… tradición. Que no nos toquen el jamón serrano, aunque la OMS diga que es cancerígeno (de algo hay que morir, ¿no?). E incluso cuando consigues callar e ir a lo tuyo, el universo te pellizca: «no dirás que esto es machista, ¿no?», «ah, claro, tú no comes de esto porque ahora solo quieres plantas».

Desde luego es más fácil seguir adelante con tu venda cuando no tienes al lado a nadie que te recuerde continuamente que la tienes puesta, que lo que haces no es tan bueno como crees, y que tus acciones individuales también sirven para hacer o no cambios en tu vida y en el mundo. Tienes un papel y el poder de cambiar cosas, te guste o no.

La conclusión es que ser activista, sumarte a luchas y realizar cambios en tu vida y en tu forma de pensar y actuar, es tremendamente gratificante, te sube la moral y la autoestima, te llena de fuerza, de ganas y amor por la vida y por ti misma, pero a la vez es altamente agotador. Cuando defiendes alguna causa (aunque sea cambiar bollos por peras), la gente te pide explicaciones continuamente, te conviertes en una especie de extraterrestre que atenta contra las leyes de la naturaleza. Y en realidad lo haces, atentas contra un sistema muy bien montado que gana millones y millones con nuestro desconocimiento, nuestra insatisfacción y nuestras enfermedades. El sistema dice buscar tu bienestar y te pone cientos de produtos al alcance de la mano que prometen lograrlo. Pero no te engañes, tu bienestar no le sale nada rentable.

La única esperanza que nos quedan son los «clicks». Seguir sumando a gente incómoda.

 

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