Hacer recados mejora la vida

Después de todos los festivos navideños mi lista de tareas pendientes estaba alcanzando una longitud alarmante, por lo que esta mañana la he dedicado a hacer recados. Para empezar, me he levantado a las 8:00 y he desayunado escuchando la radio y respondiendo correos (lo que más pereza da, mejor quitárselo de encima cuanto antes). A las 9 y pico he salido por la puerta con un itinerario y objetivos claros. 1., Ir a la biblioteca a devolver libros, coger otros y quedarme un rato escribiendo con el ordenador. 2., Ir a Correos a mandar una carta certificada. 3., Ir a la panadería a por una hogaza. 4., Cambiar la correa de un reloj en una joyería.

Todos los recados los podía hacer en el barrio, cerca de casa, y en territorio conocido, y me había asegurado de que unos sitios quedaran cerca de los otros para aprovechar los trayectos. Sin embargo, no todo ha salido como esperaba. A saber:

Para empezar, la sala de estudio de la biblioteca estaba hasta los topes (no ha sido hasta ese momento cuando he caído que estamos en época de exámenes). Con disimulo e intentando no hacer ruido, he salido tal cual había entrado, y he ido a devolver los libros y coger el nuevo. Sin embargo, alguien se acababa de llevar el libro que iba buscando, por lo que me he marchado con las manos vacías.

Después he ido a Correos, desde fuera ya he visto la larga cola de gente que estaba esperando. He entrado, cogido número y como aún quedaban 12 delante de mí he aprovechado para ir a comprar algunas cosas al súper que está al lado para hacer tiempo. Una vez en el súper he cogido tres cosas para no cargarme en exceso, he pensado coger pan pero he recordado que iba a ir luego a la panadería (pequeño comercio, de barrio…), he esperado la también cola de carritos y cestas y he vuelto a Correos con la suerte de llegar justo antes de que me tocara. Carta enviada, tick verde en la agenda.

Tras perder el tiempo en la biblioteca, de Correos he salido satisfecha, así que me he dado un paseo hasta la panadería. La panadería era el punto más alejado de mi trayecto, me dolían un poco los hombros de ir cargando con el ordenador en la mochila, pero hacía un día de sol y estaba de buen humor, así que me he dado un paseo tranquilamente.

Cuando estaba llegando, a lo lejos, me ha parecido avistar el cierre echado (no puede ser, he pensado). Pero sí podía ser. En el escaparate había pegado un cartelito en el que avisaban: volvemos el día 9 (¡Vaya falta de respeto volver un día más tarde de lo habitual!). A pesar de ello he permanecido unos minutos delante de la panadería con una mueca en la cara, como si fuera abrirse, de alguna forma.

En ese momento ya me han entrado calores, me he quitado el abrigo, y un poco mosqueada pero aún de buen humor (de verdad, el sol y levantarse temprano logran maravillas) he vuelto caminando a ver si podía hacer la gestión del reloj, pero la joyería ¡ya no existe!

Resignada, he vuelto caminando a casa pensando en este periplo mañanero nada extraordinario y me han venido a la mente varias cosas:

Recuerdo que hace años visité las oficinas de un gran entidad financiera en Madrid. Uno de los jefes, que estaba guiándonos y explicándonos su forma de trabajar, nos contaba entusiasmado que sus instalaciones tienen un «banco del tiempo». Se trata de una especie de tienda a la que los empleados pueden acudir y comprar productos que necesitan, pero también solicitar que hagan por ellos gestiones que no tienen tiempo de hacer porque, claro, están trabajando. Puso un ejemplo: «si tienes que hacer un regalo a tu mujer, vienes, dices que te compren flores y te las traen». También nos contaba que disponían de gimnasio y no sé cuántos más servicios para que los empleados puedan «hacerlo todo aquí».

En aquel momento no lo pensé demasiado, pero la idea ya me resultó algo repulsiva. (En serio, tíos, ¿no podéis comprarle un regalo a vuestras novias y tenéis que encargárselo al banco del tiempo?) Sin embargo, es una invención tristemente adecuada a estos tiempos de capitalismo, consumo desenfrenado y poco tiempo para la vida.

Porque esas gestiones cotidianas, que tradicionalmente hemos hecho y seguimos haciendo mayoritariamente las mujeres, son los cimientos que sostienen nuestras vidas. Cuando crecemos y nos independizamos, quienes disfrutamos en la niñez y adolescencia del amparo de una figura de cuidado que se encargaba de esas gestiones, de repente nos damos cuenta del tiempo que requiere y de lo cansado que es patearse el barrio, esperar colas, cargar con bolsas… Si a eso le sumamos el propio cuidado de la casa, de familiares, de una misma… ¡No hay horas!

Por otro lado, el modelo de vida al que nos estamos viendo abocados, ese que aúna todo en grandes superficies de consumo, que destruye el tejido social y el comercio barrial y local, nos está matando de otras muchas formas.

No tengo ninguna pulsera que contabilice pasos, pero esta mañana, mientras hacía gestiones, he caminado mucho. Nos alertan de que nuestras vidas son cada vez más sedentarias: vamos de casa al trabajo, trabajos que en muchos casos consisten en permanecer muchas horas sentados, volvemos a casa y, como mucho, dedicamos un par de horas a la semana a ir al gimnasio para cumplir con el mínimo de actividad física recomendada por la OMS. Pero no es suficiente.

En el mundo fitness se ha popularizado un término llamado NEAT, en sus siglas inglés, que significa «Non exercise activity termogenesis» y que sería la actividad física que realizamos diariamente sin contabilizar el tiempo de ejercicio o deporte (es decir, lo que nos movemos en el día a día fuera del gimnasio o la clase colectiva que hayamos elegido). Si tecleamos NEAT en google, nos aparecerán cientos de enlaces sobre cómo «aumentar el NEAT de forma efectiva», o similares.

Una forma efectiva de aumentar el NEAT es hacer los recados de toda la vida.

Cuando vamos a comprar a las grandes superficies, un trayecto que habitualmente se realiza en coche, encontramos todos los productos en un mismo sitio, minimizando los desplazamientos. Encontrarlo todo en un mismo lugar desde luego nos facilita la vida, pero quizás deberíamos preguntarnos a costa de qué. ¿En qué estamos empleando ese tiempo que antes dedicábamos a ir al mercado? ¿Lo estamos empleando en mejorar hábitos y ser más felices?

Las enfermedades cardiovasculares, diabetes, ansiedad y el estrés son las dolencias más extendidas. Los datos nos dicen que vivimos en sociedades cada vez más desarrolladas, con información sobre salud, nutrición y buenos hábitos al alcance de la mano y, sin embargo, tenemos vidas sedentarias, alimentaciones pobres y poco tiempo para el ocio. Tenemos horarios de trabajo que no nos dejan tiempo para movernos, para cocinar, para salir a pasear o hacer recados.

Me atrevo a afirmar que el tiempo que antes empleábamos en hacer recados no lo estamos reinvirtiendo en salud, bienestar o mejores hábitos. Los engranajes del sistema nos han puesto al alcance de la mano opciones consideradas como «avances» para «ahorrarnos tiempo», pero no nos han dado ese tiempo para nosotros, sino que estamos reinvirtiendo ese tiempo en otros consumos más perniciosos y en trabajar para otros.

Con este panorama tenemos dos opciones: invertir en bancos del tiempo que hagan todo por nosotros, hasta que un día nos pongan una cama al lado del ordenador de la oficina para no tener siquiera que gastar tiempo en ir y venir, o luchar colectivamente para cambiar las reglas del juego. Para construir modelos que sean de verdad compatibles con la vida.

Un día veraniego recogiendo el reparto semanal de la Huerta el Campichuelo: una huerta conquense que reparte en Madrid

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