Sábado – 14/03/2020
6.45 am. Me levanto temprano para ir a trabajar. El jueves hice el turno de noche desde casa, pero este fin de semana de momento lo vamos a hacer allí. En parte me apetece porque así salgo un rato más de casa, veo y hablo con A. y C., y puedo conducir escuchando música. Esta semana casi todos los días me he sentido febril por lo momentos. Creo que estamos todos así: sobredimensionando síntomas que podrían ser pero que probablemente no sean. A. estaba ayer triste porque su compañera de piso se enfadó con ella y, claro, no existe la opción de quedar a tomar algo con otra persona para evadirse. M., en cambio, vive sola, y espero que esté bien. Le he propuesto a M. hablar por teléfono. Anoche tuvimos una discusión tremenda con mi abuelo porque quería llevarse a mi abuela al Carrefour a canjear «sus vales». Es población de riesgo, pero no le importa. A estas alturas le genera más angustia perder el salvavidas de sus rutinas que infectarse o infectar. Que morir.
Y de repente rompo a llorar leyendo una columna de Lorena G. Maldonado, siempre tan intensa, y siempre tan certera: “Iré planeando la fiesta de nuestro regreso. Durará dos noches. No pienso ceder al tedio. El otro día le dije a Nora que esta situación me tenía tan triste que soñaba con dormir un año entero y despertarme cuando todo haya acabado. Me dijo: ‘No lo hagas. Te perderás el fin del mundo’. Resiste. Yo sé que tú tampoco quieres perdértelo”. De repente quiero abrazarlas, amarlas a todas, a ella, y a ella, y a ella, y a ella también, y a él. Una twittera dice que ya le han escrito varios ex para preguntarle qué tal está. Si el amor ya es de por sí loco, extraño y perturbador, ¿cómo no iba a serlo en un amago de fin del mundo?
Laura M. Mateo 