Cuando me despedí de mi madre

Domingo – 5/04/2020

Me pregunta M. si estos días pienso mucho en mi madre. Le digo que no pienso en ella más de lo que ya suelo hacer de normal, que su recuerdo está «muy integrado en mi día a día». Pero esta mañana leo un artículo que me pasó anoche de El Salto en el que Irene Blanco se despide de su tía Maribel, «decir adiós sin la piel», se titula. Dice: «Escribo estas líneas mientras mi tía agoniza en un hospital cualquiera de Madrid. Soy vulnerabilidad hecha carne […] Escribo porque podía imaginar que mi tía se iría algún día, pero no podía sospechar que la distancia entre nuestros cuerpos sería insalvable».

Lo leo y al hacerlo sí pienso en mi madre. Pienso en mi madre dormida en la cama de aquella UCI que ahora me queda tan lejana. Pienso en las enfermeras que le dijeron a mi abuela que era «una niña muy valiente» por entrar en esa sala con apenas 14 años, por sentarme a su lado y hablarle a su carita con los ojos cerrados mientras su ritmo cardíaco empezaba a descender en el monitor que había sobre su cabeza. Pienso en el médico joven que entró y al darse de cuenta de que se iba, de que se nos iba, me pidió que saliera de allí. Pienso en el reloj con grandes letras rojas que había a la salida de ese hospital que abandonamos de madrugada y cuyos números, que indicaban la hora y la fecha, se han quedado borrosos en mi recuerdo.

Y pienso, sobre todo pienso, en la semanas previas a su muerte, cuando mi familia, tratando de protegerme, me dijo que no era posible que entrara en esa UCI ahora lejana porque era menor de edad. Y recuerdo, eso también lo recuerdo claramente, la furia que sentí cuando me dijeron que mi madre iba a morir sin que yo pudiera verla y despedirme. Fue tal la furia y pena que sentí que la tierra debió de resquebrajarse o temblar en algún punto, tanto que mi familia entendió que era peor el daño que podía causarme no estar con ella, que el impacto que me generaría verla en ese estado.

En esta mañana de domingo leo a Irene, entre lágrimas, y siento como un hierro candente sobre la carne el dolor de quienes no pueden despedirse «con la piel». Me hace regurgitar aquella furia. Me duelen las entrañas. Conecto con mi yo de apenas 14 años y con todas esas personas… -¿Cuántas son? ¿800 muertos diarios? ¿Cuántas familias son? ¿Cuántas Irenes? ¿Cuántas?- que no pueden tener ese último contacto, casi a modo de ritual de paso, en el que tocas por última vez con las yemas de los dedos a la persona a la que amas y atisbas, solo atisbas, lo que significa que ya no va a estar nunca más, y que su nombre quedará ligado sin duda a muchas cosas pero también, irremediablemente, a la ausencia.

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Rianxo 12/19
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