Lunes – 6/04/2020
La primera semana de cuarentena terminé de ver la serie La Peste.
La segunda rescaté el poemario de Emily Dickinson y lei sobre Juana I de Castilla, de quien mi amiga y compañera Inés Morales dice: «Donde la Historia ha visto a una mujer loca por los celos que le provocaba su marido, las feministas vemos un destino fatal fruto del patriarcado de la Edad Moderna. Potencialmente podría haber sido la mujer más poderosa de su época, el patriarcado no se lo permitió».
La tercera vi por nosécuántavez en la tele El hombre de la máscara de hierro, un capítulo de House en el que se quedan aislados dentro del hospital y la película Una jornada particular, que no es más que la historia de una mujer confinada en su propia casa y con su propia familia en la Italia fascista. También escuché un programa de radio sobre represaliados del franquismo a raíz de la muerte de Chato Galante.
Hace unos días empecé a leer El Conde de Montecristo: “No hay felicidad o infelicidad en este mundo; solo hay comparación de un estado con otro. Solo un hombre que ha sentido la máxima desesperación es capaz de sentir la máxima felicidad. Es necesario haber deseado morir para saber lo bueno que es vivir».
Esta tarde leo una crítica a quienes creen que permanecer en casa recluidos supone algún tipo de heroicidad. Pensando en todas esas historias lo cierto es que no lo parece. Si se compara la experiencia propia con la ajena siempre se encuentran motivos para sentirse afortunada. Aunque al mismo tiempo supongo que cada uno vive el momento que le toca, y que existan mayores sufrimientos o dramas en el mundo no implica que los propios no duelan.
No lo sé. Supongo que esa es la razón por la que leo sobre confinamiento estando en confinamiento, para no perder la perspectiva.
Más de Una ventana propia para el fin del mundo
Laura M. Mateo 