Miércoles – 8/04/2020
Salgo a comprar después de muchos días. Lo primero que siento es pereza, si los primeros días tenía ganas de salir aunque fuera a comprar, ahora ya no. De repente estar en la calle no es agradable. Osea, el aire sigue siendo agradable, el sol, la luz, el cielo… todo eso sigue siendo agradable, pero no soy capaz de desprenderme de la sensación de estar donde no debo estar. Las personas a mi alrededor caminan rápido, llevan mascarillas y guantes, lo que tampoco permite evadirse. Al llegar al supermercado hay una cola kilométrica que da la vuelta a la manzana, es necesario para mantener la distancia de seguridad y evitar aglomeraciones, pero la sensación es, de nuevo, desagradable. Mientras espero la cola evitando tocar nada con las manos, evitando rascarme la nariz, evitando acercarme demasiado a nadie, evitando… me fijo en uno de los escaparates que hay a mi derecha, ahora con el cierre echado. Es una tienda que vende bisutería y también otros enseres como monederos y carteras. Hay muchísimos tipos. También suena música, es la típica música que suena en los centros comerciales. Escucharla me saca de la especie de trance en el que me encuentro y empiezo a sentir algo que no soy capaz de identificar. Es como una punzada en el estómago. Una especie de ardor que me sube hasta la boca. Un sabor amargo. Y entonces lo entiendo: es asco. La música de centro comercial, los cientos de tipos de monederos y de pulseras… Y entonces esa emoción, ese asco, se convierte en un pensamiento y, como si se hubiera producido una colisión entre el mundo del que venimos y en el que nos encontramos, me zarandea y grita: «¡¡PARA QUÉ NECESITAMOS TANTÍSIMA MIERDA!!». ¿Para qué los cientos de tipos de monederos, de pulseras, para qué cientos de tipos de las mismas cosas? ¿Acaso echamos ahora de menos esas cosas? ¿Las necesitamos realmente? Estas semanas leo reflexiones que sugieren que el problema no es el ser humano, sino el capitalismo, ese sistema que lo devora todo, que nos arrebata el tiempo y nos sume en la precariedad. Ese sistema que mira por las empresas antes que por las personas y privatiza los servicios públicos, y que a cambio nos da monederos de todas las formas y colores. Y cuando me doy cuenta de ese asco, me siento tan mal que estoy a punto de marcharme, de mandar a la mierda la cola y la lista de la compra, abandonar el carrito, correr calle abajo y, como siempre dice mi amiga B.: «¡Quemarlo todo!».
Más de Una ventana propia para el fin del mundo
