Las expectativas bajas

Sábado – 11/04/2020

Me despierto temprano para trabajar con mucha angustia y lágrimas en los ojos. Esta noche he tenido un sueño. No me atrevo a calificarlo de pesadilla porque no ocurría nada terrorífico, creo que tan solo refleja la incertidumbre que siento estos días con las típicas situaciones sinsentido de los sueños.

En el sueño me mudaba y vivía con T. y M. en un piso que parecía estar un país lejano, creo que era China. Pero luego no estaba realmente en otro país. Estando en esa casa sentía frío y veía que muchas de las ventanas estaban abiertas. Me ponía a cerrarlas pero entonces me daba cuenta de que en la parte superior de cada ventana había otra más pequeña que no podía alcanzar sin subirme a algo. Cogía una escalera para cerrarlas y miraba hacía abajo, hacia la calle, era un piso altísimo y sentía vértigo y pensaba qué pasaría si me tirara.

Luego estábamos en una especie de campo, en un extremo estaba el mar y en el otro un parque que tenía obstáculos, troncos que había que saltar, escaleras horizontales, paredes que trepar, cuerdas y cosas así, y yo corría de un lado a otro, y pasaba la escalera y saltaba los obstáculos, una y otra vez. Después miraba un mapa de ese mismo campo y veía que había caminos que unían la zona del mar con la del parque, pero esos caminos solo se podían ver si mirabas el mapa o si tenías una vista desde arriba de la zona, cuando estabas en el propio camino no sabías de la existencia de los otros porque la vegetación que los separaba era demasiado densa. En un momento dado intentaba ir por un camino distinto pero me daba mucho miedo perderme, a pesar de que ya había visto que eran rectos y llevaban al mismo sitio.

En otro momento una mujer venía a buscarme al apartamento y me ayudaba a practicar italiano.

Al final del sueño iba a ver a mis abuelos a su casa, pero no sabía cómo llegar. Ponía el GPS y me sorprendía al ver que no estaba tan lejos como creía, de hecho me encontraba en mi barrio, pero en una parte que no conocía, y me daba cuenta de que caminando un poco llegaría a la zona conocida y ya no necesitaría el GPS. Pero llovía mucho, así que caminaba lento y resguardándome en los soportales de los edificios para que no se mojara la pantalla. Al final aparecía un niño y me preguntaba por qué caminaba por los soportales, que no iba bien. No era capaz de entenderle. Y el sueño acababa ahí. No llegaba a casa de mis abuelos.

Al rato, cuando ya llevo tiempo trabajando y el regusto del sueño empieza a desvanecerse me doy cuenta de que ese niño es el que conocí hace años en el ferry que une Génova con Palermo, cuando viajaba junto a la Carvana Abriendo Fronteras, y que me preguntó de dónde era y qué hacía nuestro grupo. Tenía labio viperino y un acento cerrado y me costó mucho entenderle. Al final, después de conseguir comunicarnos entre palabras sueltas y signos, me dijo, entre risas, que «los españoles y los italianos somos hermanos».

Entonces me quedo pensando en ese niño, en la angustia del sueño, en lo mucho que echo de menos a mis abuelos, en todo lo que tengo ganas de hacer y no puedo, en la incertidumbre de no saber qué va a pasar cuando acabe esto.

Y pienso también en aquel viaje a Italia. Fue un viaje increíble pero desastroso. Recuerdo que bromeamos mucho con que lo mejor era «tener las expectativas bajas». Eso no significaba no albergar esperanzas o sumirse en la apatía, de hecho, todo lo contrario. Significaba que había tantas probabilidades de que los planes no salieran como esperábamos, que no tuviéramos sitio donde dormir al llegar al siguiente pueblo, que nos quedáramos sin ducha, o que no hubiera café, que era mejor pensar que no dispondríamos de ninguna de esas cosas y así, nos alegraríamos y conformaríamos con lo poco que tuviéramos. Y funcionó. Un chorrito de agua cayendo por un caño, dormir al aire libre sobre las rocas, ver las estrellas en medio de un bosque, o una cerveza fresquita tras acabar la manifestación del día, de repente se convirtieron no ya en lo único a lo que podíamos aspirar, sino en lo único que necesitábamos.

Desde entonces he recurrido muchas veces a ese pensamiento para encontrar calma en los momentos de incertidumbre, o en situaciones que no están bajo mi control o incluso en otras aparentemente menos trascendentes, como antes de hacer un viaje o de quedar con alguien. Cuando deseas algo con fuerza pero al mismo tiempo entiendes que el plan que tienes en mente puede verse trastocado y que eso no implica necesariamente que sea un desastre, es más fácil valorar y abrirse a lo que venga.

Más de Una ventana propia para el fin del mundo

El niño italiano del ferry me habló justo después de hacerme esta foto junto a la bandera de la organización vasca Ongi Etorri Errefuxiatuak (bienvenidos refugiados/as).

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