Viernes – 17/04/2020
El tiempo parece haber adquirido propiedades nuevas. Unas veces parece volverse espeso, casi grumoso y otras en cambio fluye sin obstáculos. Hablo con varias amigas sobre su percepción del tiempo y todas coincidimos: a pesar de estar en el mismo sitio haciendo las mismas cosas, el tiempo parece correr sorprendentemente rápido. Esa sensación se mezcla con la dificultad de situar hechos en días concretos. Me siento incapaz de recordar qué hice cada día y me sorprendo al descubrir que algo que pensaba que había ocurrido hace una semana a lo sumo, fue en realidad hace tres o viceversa. ¿Ya hace una semana que hice las lentejas? ¿Escribí ese texto hace dos? ¿Hace ya 15 días de la última prórroga? ¿Del viaje que habríamos hecho en Semana Santa? ¿Hace ya más de un mes desde la última vez que nos vimos? ¿Vuelve a ser viernes otra vez?
Ayer hablamos de estas y otras muchas cosas en la videollamada que hicimos A., M., M., y yo. Reconozco que al principio sentí algo de pereza, no por falta de ganas de hablar con mis amigas, sino por la parafernalia de la videollamada en sí. Sin embargo, luego fue una de esas cosas que una vez arrancadas disfrutas y agradeces haber comenzado.
M., que tiene dos niñas, decía que la experiencia del confinamiento estará siendo tremendamente diferente según las circunstancias individuales de cada una. Hace pocos días -o a lo mejor no tan pocos, no lo sé- hablaba con otra amiga de lo afortunadas que somos de encontrarnos en plena disposición de nuestro tiempo. Ese día comentamos un reportaje de El País sobre una familia que vive en una habitación dentro de un piso en el que viven al mismo tiempo otras familias en habitaciones contiguas. En estas circunstancias se veían obligados a convivir todos ellos, madre, padre e hijos, 24h al día, dentro de esa pequeña estancia. La cuarentena, como la vida, no es una sola.
Durante la videollamada también reflexionamos sobre qué cosas deberíamos adquirir y cuáles no durante la cuarentena. No dudamos sobre productos básicos, alimentación, higiene y equivalentes, pero nos preguntamos si puede haber otros básicos para, por ejemplo, mantener la salud mental, que no se contemplan. M. comenta que en casa se están quedando sin cartulinas y pinturas y duda si comprar más. Tras un rato deliberando llegamos a la conclusión de que las cartulinas y las pinturas sí pueden ser un producto de primera necesidad para dos niñas pequeñas. «¿Y el satisfyer?», pregunta otra. En este caso ni siquiera dudamos.
La videollamada se nos alarga al final tanto o más que las quedadas físicas. Durante casi cuatro horas oscilamos entre la alegría de vernos y compartir un rato y la incertidumbre y miedo por lo que estamos viviendo y vendrá. Comento que según dicen las medidas de distanciamiento social se prologarán al menos durante dos años. M. mira la pantalla horrorizada «¿¡yo no había leído eso!?», protesta, y yo me disculpo por trasladarle la mala noticia. La noche anterior me pasó algo parecido con otra amiga cuando le dije que probablemente habría otra prórroga hasta mediados de mayo. Me dijo: «Ahora sí que estoy triste». Dudo de si ser periodista puede estar perjudicando mi salud mental y la de mis amigas.
Nos despedimos cerca de las 10 de la noche, en un punto álgido de la conversación en el que hemos logrado aplacar el miedo y estamos de buen humor. «Mejor dejarlo aquí», coincidimos. Al colgar me quedo pensando sobre las nuevas propiedades del tiempo y me doy cuenta de que cuando disfrutas de la compañía de alguien éste puede volverse tan espeso como el chocolate a la taza y al mismo tiempo fluir veloz como los rápidos de un río.
Más de Una ventana propia para el fin del mundo
