Lunes – 11/05/20
Escucho la cafetera chisporretear en la cocina. Son las 7.30 am. Me desperté a las 5.30 pero no fui capaz de volverme a dormir. Pero no me importó porque fue uno de esos insomnios particulares que son en cierto modo agradables, en los que disfrutas de la comodidad de la cama, te dejas mecer por algún pensamiento y permaneces en duermevela, en esa dulce antesala al mundo de los sueños. Finalmente, a las 7.00 decido levantarme. El silencio de las horas inmediatas al amanecer es diferente a las del resto del día. En esos días en los que me levanto temprano, me gusta empezar a despertar el cuerpo poco a poco haciendo algo de yoga, beber un café y sentarme a escribir antes que la claridad de la mente se vea invadida por el trajín del día. Anoche, además, me propuse salir con la bici en el primer tramo permitido para hacer deporte, por lo que con todas esas sensaciones se mezcla un ligero sentimiento de orgullo por haber sido capaz de madrugar, aunque ese hecho haya tenido que más con el azar que con mi fuerza de voluntad. Una vez en la calle, tomo velocidad con la bici y por un momento casi regreso a mis 10 años, disfruto como una niña yendo de arriba a abajo, esquivando a la gente que pasea. Entonces me detengo en un campo de fútbol de arena, a mi al rededor hay otras personas haciendo deporte y yo hago lo mismo: doy saltos, corro de un lado a otro, y entonces, de entre las nubes que auguraban un día gris y lluvioso, asoma un rayo de sol. Hacía meses que no me daba el sol directamente en el cuerpo, en todo el cuerpo quiero decir, como he salido con la bicicleta llevo unas mayas por la rodilla y camiseta de manga corta, por lo que el sol baña toda la superficie disponible de mi cuerpo y casi se podría decir que siento como esos rayos penetran una a una las capas de mi piel, hasta consumirse en el interior. Y allí me quedo, hasta que dan las 10.
Más de Una ventana propia para el fin del mundo
