El lado de la cuerda

Sábado – 23/05/20

No quería escribir sobre esto porque estoy cansada y porque no me sale, y solo me apetece escribir sobre lo que me sale sin esfuerzo. Pero esta mañana de repente me sale algo, al principio es una masa informe y pegajosa, pero poco a poco va configurándose hasta parecer algo reconocible.

Leo que el partido fascista que tiene representación en el Congreso ha convocado manifestaciones en coche por toda España. Sé que esa noticia me recuerda alguna escena de Los Simpsons, pero mi cerebro no es capaz de encontrar la referencia.

Hace unos días salí a dar un paseo y hablar por teléfono con M., y cuando dieron las nueve y los vecinos sacaron las cacerolas al balcón se me hizo muy difícil escucharla. Era imposible escapar del sonido y de los brazos medio asomados de los vecinos, como si de los tentáculos de una bestia marina se trataran. Hay un señor que vive justo enfrente y tiene una bandera con crespón en la ventana que en vez de la cacerola saca un altavoz con sonido de cacerolas.

Las cacerolas o su sonido digitalizado, han llegado justo cuando los aplausos descienden, como si fuera un reloj de arena, la arena ha pasado de un lado al otro. Y ese vuelco me produce náuseas. O quizás es solo que hacen ruido, y las cámaras apuntan en esa dirección, como ilustra el caricaturista estadounidense Matt Wuerker (al final del texto).

La semana pasada me hice una herida en la palma de la mano, durante los días siguientes aplaudí con cuidado porque cada palmada me hacía rabiar de dolor, pero ese vuelco, ese ruido, el choque del metal cada día a las 9 y esa náusea que me sobreviene, me han obligado a aplaudir con fuerza y a sentir, como una penitencia, el dolor físico de cada palmada. Ahora salgo a las 8, y aplaudo casi con violencia.

Dentro de casa, J. trabaja a destajo para sacar adelante los repartos de la Asociación de Vecinos/as de Aluche. Tampoco he querido escribir sobre eso en todos estos días. Supongo que no he tenido el valor de enfrentarme a las largas colas de personas en busca de una bolsa de comida, a las largas colas de personas que acuden a donar, a la larga lista de personas que quieren ayudar y cuyos nombres y apellidos se acumulan en el excel con el que trabaja J.

Leo una columna de Cristina Fallarás que se titula Me voy, dice: «Aún hay un detalle más en ese ‘me voy’. Cabría pensar en la disyuntiva entre irse, o quedarse y cambiar lo que te expulsa. El hecho de que cunda el me voy evidencia la renuncia a intervenir en ese entorno embrutecedor para modificarlo y que no resulte tan hostil, hacerlo más vivible. Tengo la sensación de que agoniza la confianza en que ciertas cosas pueden cambiarse».

Creo muchas teníamos la esperanza de que el ruido se reduciría durante la pandemia. Ya son bastante dolorosos los miles de muertos, el confinamiento, no poder abrazar a quien quieres, la crisis, la nueva normalidad, ya es bastante doloroso todo como para encima sumar la batalla política, la crispación constante por la nada. Pero nunca es bastante, la cuerda siempre sigue y sigue apretándose y solo podemos elegir de qué lado de la cuerda tiramos: si de quienes aprietan sus claxon en la Castellana, o de quienes reparten y recogen bolsas de comida. Me temo que no tirar de ninguno también es elegir.

Más de Una ventana propia para el fin del mundo

Matt Wuerker

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