Miércoles – 22/07/20
El confinamiento se llevó consigo mi capacidad de concentración y desde entonces apenas he sido capaz de leer nada que no sea poesía. También se llevó consigo el sentido de las redes sociales y desde entonces apenas tengo ganas de compartir nada. Hay días que me despierto con ansiedad, como si tuviera que hacer algo urgente, hasta que recuerdo que no. Hago mucho menos yoga de lo que hacía antes y he vuelto a beber cerveza con alcohol. La prensa me resulta a ratos insoportable, pero trabajo en ella. Me gusta eso de no tener que dar dos besos a la gente pero odio no poder dar abrazos. Tengo sed de abrazos. En la desescalada retomé las clases de escalada y mi abuela dice que se me van a quedar las manos feas, pero ahora con sus callos y raspones me parecen más reales de lo que lo han sido nunca. Hace unos días fui por primera vez al centro a pasear, ver libros y comer tarta. Ayer me bañé por primera vez en una piscina. He empezado una nueva libreta, en la primera página escribí: «No hago nada. Permanezco tumbada desnuda sobre la cama. Está nublado y el ventilador mueve el aire de la habitación. Antes de empezar a escribir miro en el móvil qué día es y lo pongo en modo avión. Vivo el aquí y el ahora de forma drástica». A veces, mientras escucho música de madrugada, me descubro hablando a solas con la pandemia y en susurros le pido que nos deje algo de tiempo: para ver el mar, para salir a la montaña, para vernos un rato.
Más de Una ventana propia para el fin del mundo
