Viernes – 2/10/20
El otoño llega con un nuevo confinamiento en Madrid, aunque parece que esta vez será menos estricto que el de marzo, y ayer se respiraba muchísima tensión en la calle. No escuché quejas, ni vi nada fuera de lo habitual, pero la atmósfera estaba cargada. Se respiraba esa tensión calmada que precede a las tormentas y hoy el día ha levantado nublado y lluvioso.
Todo es diferente a marzo y la gente está ya muy cansada, agotada y, sobre todo desesperanzada. En marzo teníamos cierta emoción por la novedad del asunto, aplaudíamos a las ocho y reinaba el convencimiento de que juntos podríamos superar esos meses oscuros para que todo volviera a la normalidad. Era un esfuerzo, un apretón, como el que estudia para los exámenes finales, y luego ya estaría. Pero la normalidad no volvió nunca, o no como se la esperaba. Y ahora, el terror por el paro y el hambre, se mezclan con el miedo al virus y a la incertidumbre de no saber qué pasará la semana próxima.
Las certezas con las que convivíamos hasta ahora han volado por los aires. Si no todas, sí muchas. La certeza de que al menos siempre nos quedaría la posibilidad de coger “carretera y manta” ya no existe. El frutero me contaba ayer que una señora pasó a llevarse la compra de toda la semana porque huiría al pueblo antes de las 12.00 de este viernes, momento en el que entran en vigor las restricciones. Este fin de semana una amiga y yo esperábamos poder ir a la sierra, y algo que hace tan solo tres días parecía posible, hoy se vuelve inviable.
El confinamiento que ahora se va a extender a toda la ciudad, ya se instauró hace diez días en algunos barrios -todos del sur- que llevan manifestándose desde entonces por lo que consideran un “confinamiento de clase”. B. vive en uno de esos barrios y me contaba hace días que han instalado una especie de “checkpoint” en el límite entre dos calles. M. da clase en un cole y dice que la ansiedad ante el caos está atacándola con fuerza estos días. Hay policía en las calles y controles para que no se salga de una zona confinada salvo causa de fuerza mayor, entre las que se encuentran ir a trabajar, estudiar o cuidar de un enfermo.
En cuanto a mí, me sé privilegiada por llegar a este otoño con calma. Algunas de las preocupaciones, urgencias y anhelos que me atacaban en marzo han mutado o se han esfumado. Otras nuevas han surgido, pero, en general, me acerco a este confinamiento con una gran sensación de aceptación -o quizás sea resignación-. Pienso: “Esto no lo puedo controlar, no dispongo de pleno poder sobre ello, a ver qué pasa”. Es un pensamiento que siempre vive en mí, y al que intento recurrir en momentos de incertidumbre ante situaciones que no están bajo mi control, pero si muchas veces no consigo interiorizarlo, ahora lo siento recorrer todo mi cuerpo.
Hablo de privilegio porque sé que esa calma se debe a que al menos tengo un trabajo que me permite mantenerme sin correr grandes riesgos o exponerme a aglomeraciones y una casa donde vivir tranquila y con ventanas a la calle por donde entra el sol. Lograron convertir lo más básico en lujo y que quienes al menos tenemos lo básico nos sintamos privilegiadas y demos las gracias. Pero no lo somos. No somos privilegiadas y de tanto repetirlo hemos asumido unos términos que nos son impuestos.
La rabia y el enfado son legítimos, tanto como exigir no sólo “tener para comer”, sino poder vivir bien, en los términos que casi todos entendemos como “bien”: tener las necesidades básicas cubiertas sin miedo constante a perderlas, acceso a servicios esenciales en condiciones dignas, tener tiempo de descanso suficiente, espacio para el disfrute, para el autoconocimiento… todo aquello que entendemos o entendimos algún día que era esencial para el pleno desarrollo humano y que lleva años pendiendo de un hilo.
Si, como dicen, se viene una crisis mayor de la que vivimos en la década anterior, deberíamos tener muy claro cuáles son los mínimos exigibles para la vida. Porque nos va a tocar exigirlos de nuevo.