Dice la autora de ‘Miedo’ que el capítulo que iba a ir dedicado al amor, finalmente fue para la soledad. Antes de la soledad trata el miedo a la pobreza, a la de los otros, pero también a la propia, habitualmente disfrazada de otros miedos. Dice: «El miedo más evidente en mi entorno, compuesto fundamentalmente por profesionales con formación universitaria, es el miedo a la pobreza, aunque raramente se nombre así». Y esa frase se me clava como un agijón, aunque no es veneno, sino un antídoto, lo que me recorre el cuerpo.
El miedo al fracaso, a no ser vistas, es un velo que oculta el miedo mayor: a la pobreza, a la soledad. Ocultar el verdadero miedo funciona, nos mantiene entretenidas preocupándonos de otras cosas en vez de atacar las bases que sustentan ese miedo y a quienes las mantienen.
Patricia Simón explica muy bien un fenómeno que se da en todos los niveles sociales: la culpabilización de las víctimas. A los niños que llegan solos a un país desconocido se les llama “menas” para despersonalizarlos y ponerles una etiqueta fácilmente reconocible sobre la que depositar las culpas. “Mena” cabe en los titulares. De repente sociedades que dicen poner por encima de todo la protección a la infancia ven en estos niños no son solo a los responsables de su propia desgracia, sino a la de todo un país.
El mecanismo funciona así: el responsable en su totalidad o en parte de los hechos niega serlo, después trastorna la percepción de la realidad de la víctima para generarle duda y culpa y, por último, se victimiza. Esta manipulación de los hechos y del lenguaje ocurre a nivel macro, en los estados y empresas, y ataca directamente a las personas a las que el sistema defrauda. Es el “vivían por encima de sus posibilidades” de 2008. Ocurre también con los activistas que el sistema termina pintando de criminales.
Y también ocurre en el día a día, cuando eludimos nuestra responsabilidad en pequeños conflictos cotidianos o, por ejemplo, en las relaciones de abuso. Lo vemos cuando algunos de esos casos se hacen mediáticos y se empiezan a resaltar detalles de la vida de las víctimas, creando, poco a poco, la sospecha sobre éstas.
Lo que me gusta, en definitiva, de este libro, es que pareciera levantar la alfombra y mirar debajo para examinar el polvo que se acumula, para mostrar algunos de los mecanismos perversos que se dan en nuestras sociedades. Y eso me da cierta esperanza, como dice Simón también, sobre el periodismo o la escritura que parece no servir para nada, pero puede aún, quizás, levantar un poco algunas alfombras.