La taza con el beso de Klimt

El beso de Klimt está estampado en la taza. Me gusta tomar el café en una taza bonita, y la predilección va cambiando. Normalmente elijo un tazón más grande, azul, con la silueta de un elefante ya casi borrada por los lavados. Pero ahora me gusta beber el café que preparo nada más levantarme en esta. No sé por qué la belleza de la taza me proporciona más disfrute, y no sé por qué unos estampados me gustan más que otros; se nos escapa, casi siempre, el por qué nos gusta lo que nos gusta, probablemente el gusto hunde sus motivos en nuestra historia, pero no hallamos siempre a vislumbrarlos. Pero ocurre, abro el armario, la veo y sé que es esa en la que quiero tomarme el café y no en otra. Así que intento potenciar al máximo esos detalles de apariencia nimia que me proporcionan disfrute. La taza, la luz que filtran las cortinas, la disposición de los libros sobre el escritorio… a todas nos gustan las cosas bonitas. “Si es funcional, qué más da que sea bonito”, me han dicho algunas veces. Pero no da igual. Que un objeto sea funcional puede ser imprescindible, pero su belleza lo es también de otro modo. Es la belleza, no la normativa, ni la del mercado, sino la propia, la subjetiva, la que cada cual considere, la que sustenta la vida diaria. Una forma de sometimiento es arrebatar a las personas el derecho a la belleza. Durante los conflictos, en las guerras, se arrebatan muchas cosas, también la belleza diaria, que es un modo de arrebatar el espíritu. También, a menudo, a las personas que disponen de menos recursos se les proporciona objetos o se las confina en espacios funcionales pero carentes de belleza, mientras una minoría acapara para sí lo bello. Tengo un lápiz, un lápiz simplón, que tiene el nombre del último periódico en el que trabajé grabado sobre la madera. La madera no está tintada, solo barnizada, por lo que es suave, pero mantiene el color original. Ese lápiz lo llevo a todas partes. Escribir con ese lápiz me hace feliz. Cuando temo perderlo, algo que ocurre a menudo, y lo encuentro, siento un gran alivio. Lo veo ahora mismo, mientras escribo estas líneas a ordenador, dentro del tarro de cristal en el que reposa junto a otros bolígrafos y marcadores y un pequeño tulipán de madera que traje hace años de Países Bajos. Con el tiempo ha menguado bastante por haberle sacado punta varias veces. Sé que algún día desaparecerá del todo. Cualquier otro lápiz podría valerme para escribir, pero, pudiendo elegir, elijo ese. Igual que elijo la taza con el beso de Klimt. Elijo la belleza sabiendo que la belleza no siempre es posible.

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