Desearía poder tomar decisiones con más rapidez, supongo que mi indecisión crónica se debe al temor por la pérdida de lo descartado, y a un ansia por el todo, aquello que en economía llaman “coste de oportunidad”. Una vez leí que solo tienes indecisión cuando las dos opciones te resultan muy apetecibles porque, si una no lo fuera, entonces verías claro lo que hay que hacer. En ese sentido supongo que es una suerte hallarse casi siempre entre situaciones muy apetecibles. Aunque, al mismo tiempo, no es del todo cierto eso, muy a menudo el miedo también danza entre una y otra opción y tira hacia uno de los lados. En cualquier caso, envidio a quienes, si es que existen, deciden y ya está, asumiendo las consecuencias de sus decisiones. Es agotador vivir en la no decisión, en el decidir y no decidir al mismo tiempo, en el permanente decidir algo y revisar la decisión cuando ya no tiene remedio. Si elijo el croissant, me quedaré pensando en cómo me hubiera sabido el donut y viceversa. Si una decisión en apariencia tan nimia me produce desvelos, qué no me van a producir las grandes decisiones de la vida, las del amor, las del trabajo, las del rumbo vital, las de quedarme o marchar, las del ser. Me encuentro siempre en el limbo de las vidas posibles, eligiendo y descartando a veces por puro azar, apurando hasta el último momento, casi siempre a regañadientes, deseando el don de la ubicuidad, la omnipresencia, el desdoblamiento, no de personalidades, sino de personas de carne y hueso. Si pudiera vivir todas las vidas la vida sería otra cosa, quizás incluso sería un empacho, igual que lo sería comerse a la vez el donut y el croissant. Se puede hacer de vez en cuando, pero no todas las mañanas, al menos eso es lo que dicen los nutricionistas.