Tengo indigestión de palabras. Las rías, las playas, los acantilados, las rocas, los caminos, los eucaliptos, nosotros… todo me genera sensaciones sobre las que necesito escribir, pero no me sale. Me duele la barriga porque la tengo llena de palabras desordenadas. Creo que dice algo parecido Berta Dávila en el libro que compré en la feria: “Tiña demasiadas ideas, e as ideas que tiña circulaban entre outros pensamentos dentro dun turnado imparable, igual ca unha bandada de estorniños que ao voar forma unha mancha espesa no aire que se dilata e se contrae”. Yo habría escrito “gaivotas” en vez de “estorniños” porque es el pájaro que más veo y también el que más escucho. Recuerdo las primeras veces, hace ya años, que desperté escuchándolas. Nada más abrir los ojos, en esos instantes de penumbra en los que dudas dónde estás, las escuchaba y entonces lo sabía: cerca del mar. El sonido que emiten a veces me gusta y a veces me sobrecoge. Hoy ha amanecido con niebla y apenas se las escucha, no había caído hasta que lo he escrito. La niebla es un respiro, me gusta porque invita a la pausa, a desdibujarse, a desaparecer. Supongo que eso mismo han sentido las gaviotas. Pienso enseguida en ese otro libro, el poemario que compré al azar y que se titula “Neve de agosto”. En la solapa explican que el título hace referencia a la tradición cristiana de las nevadas fuera de tiempo, un fenómeno milagroso que señalaba el lugar donde debía construirse un santuario. Nevar no nieva, tampoco llueve, ni una gota ¿cuándo fue el último día? pero hay niebla. “Néboa de agosto”. Lo tomo como mi propia señal divina para erigir un santuario, alzar un cruceiro fuera y sentarme dentro a escribir.
